Abuelo:
No ha pasado tanto tiempo desde que nos vimos cara a cara y qué bueno. Yo sé que a su edad le parece que la vida ya está próxima a acabar y, tal vez, no esté equivocado. No sé. Es usted una de las personas más fuertes que conozco y me lo ha demostrado con algunas hazañas que, aún hoy, me dejan sin palabras. Usted está sano, fuerte, lúcido y me alegra mucho poder decirlo. Yo, por otra parte, debo contarle algunas cosas que me aquejan.
Mis ojos se están muriendo poco a poco. Mi ojo. Me es, a veces, muy complicado mantener la atención sobre un punto. Leer ha llegado a ser una tortura. Me conoce lo suficiente como para saber que eso es algo que me entristece mucho. Si bien es cierto que estos ratos de dolor y desesperación son pasajeros, también es cierto que sucede cada vez con más frecuencia. Supongo que ya no me hará leer el periódico en voz alta, ¿verdad? No sé, creo que aún podría presumirme con los ancianos pues todavía puedo hacer cuentas con una aceptable rapidez. Lo que sí me molesta mucho es que ya no podré ver sus fotos de juventud, leer las cartas que le mandaba a la abuela. Mi abuela, ¡cómo la extraño!, la extrañamos. Hace un año fui a visitarla sin que usted supiera. Está bien, sigue en el mismo lugar acumulando polvo sobre sus piedras. Nunca necesitó hablarnos para decirnos tantas cosas. Extraño más su risa que cualquier otra cosa. Usted debe acordarse de su escándalo, debe.
¿Y cómo va el árbol nuevo que sembramos en septiembre?
Regresé a casa preocupado. Pero sé bien que siguen estando ahí, tranquilos, con su rutina mágica. Es magica o es absurda, pero jamás consideraré que lo que ocurre allá es del todo real. Usted me entiende. Usted entiende mucho cuando ha bebido y aun explica más de lo que comprende. Yo sé bien que ya tengo lo suficiente para vivir allá (y acá también, no fingiré que mi vida es dura) con una soltura que me asusta, me enseñó bien. Me gusta la fruta. Quizá sí sea necesario aprender todo eso que implica trabajar la tierra. Sus planes son buenos, pero el hecho de dar la tierra a medias no me gusta tanto como debería. Nunca me ha gustado compartir con las personas y eso es una gran diferencia entre nosotros. Todavía no entiendo cómo es que le gusta tanto compartir sus riquezas con los otros. Entiendo que yo jamás he asistido al tequio y que esa es una idea que concibo como buena pero descabellada. Usted ha intentado convencerme y mi abuela me regañó tantas veces como le fue necesario. No aprendí. ¡Los hemos visto, abuelo, los hemos visto! Los hemos encontrado robando fríjol descaradamente. Nos han reclamado el agua, los pozos que usted compró y que al principio les ofreció. Si lo rechazaron fue por ineptos y de eso nosotros no tenemos la culpa. A mi papá le han peleado la tierra, nos han querido mover los límites. ¿Y para qué? No necesitan nada. Tienen más de lo que merecen. Por mí que se pudran en el infierno. (Interceda usted en el cielo por mí. No ante Dios, ante mi abuela)
Pues sí, abuelo, eso es lo que me pasa por la cabeza ahora. No estoy ciego todavía pero le puedo asegurar que algún día lo estaré. No suponga que es por el mezcal, no. No es posible, o quizá, pero no lo creo. Usted también debería estar ciego con ese aguardiente que se toma. Por cierto que cada vez que veo vodka me acuerdo de usted y la facilidad con lo toma en seco. Aprenda a distinguirlo o un día de estos los dos nos quejaremos de nuestros ojos muertos. No se ría de mí, bastante tengo con las burlas que yo mismo me hago. De verdad, no se preocupe todavía. Échele un trago a la tierra y a ver si me compongo. Y si no, pues…
Iré a leerle pronto. Es una promesa.
Saludos,
C.